viernes, 23 de diciembre de 2011

El golpe

Cómo una plática cordial en el trabajo puede lastimar es lo que sucedió una madrugada. El protagonista resulta ser un golpe truhan. Seco. Frío. Yo terminé sin saber la hora precisa y crucé solitario un puente.

Inicialmente, la situación se desenvolvía rutinaria y fluida. Un acercamiento desde la espalda. Una orden sutil y gritona. Alguien que acata lo imperativo. Un reloj desechable con la pulsera acabada de cambiar y unas monedas y una cámara con fotografías de un mal concierto fueron el botín. Convergía el camino, no el lugar de destino, del asaltante y del asaltado. En Tlalpan a la altura del metro Chabacano un caminante no tiene demasiadas vertientes qué tomar. Cuando el objetivo es hacer una figura perpendicular, uno debe dirigirse hacia algún puente peatonal. Después de que los aludidos objetos llegaron a su nuevo hogar -un diferente bolsillo percudido- se presentó un silencio incómodo entre el robado y el que robaba. Por lo que, se requería algo que lo rompiera, algo bienvenido en un breve tiempo de sobra. No sé porqué fue así. Tengo una explicación. En México, nos gusta pasarnos bien el tiempo laboral, “un cafecito”, “un descansito en el silloncito”, “un jueguito en la compu”. Dado que el ecosistema de trabajo fue al aire libre los objetos no correspondían con los que hay en una oficina, lo que había a la mano era la voz [misterioso es para mí ver ‘mano’ y ‘voz’ tan cercanas]. Les contaba, eso disponible tenía el fin de irrumpir en aquél espacio silencioso, sin contaminación pero no libre del olor a basura característico en el aire muy de mañana.

El que anteriormente había solicitado su botín, pasó a mi lado porque va contra las reglas de civilidad platicar sin al menos caminar a un lado del interpelado. La plática no fue acerca del clima ni de futbol. Pudiera haber sido el caso que esos temas se presentaran pero no. Incluso, debo decir, fue una plática embustera. Lo que aconteció fue una entrevista... mejor dicho: un examen que, por el nerviosismo que causa a algunos, se parecía a esos que hacen en las escuelas primarias. Sólo que las preguntas no fueron sobre historia o geografía. Acontecieron preguntas que todos hemos o nos han hecho: “¿Cómo van las cosas?, ¿a qué te dedicas?, ¿la salud es buena?” Finalmente, tuvo lugar esa acostumbrada pregunta: “¿Qué hora es?”

Alguien que disfruta o sufre de introversión, sabrá que las relaciones sociales son complicadas, sobre todo con personas conocidas recientemente. Las primeras preguntas las respondí con tranquilidad e incluso con cierta cordialidad, en ese momento me burlaba de mi introversión. La encrucijada fue esa última pregunta. Entre mis dientes la respuesta era como un mosquito de insomnio. Mis manos como péndulos luchaban en el tiquismiquis de hacer esa usual expresión para decir que uno no cuenta con reloj. Faltaban pocos metros para llegar al inicio de las escaleras del paso peatonal. No estaba informado si mi acompañante cruzaría conmigo el puente. Podía guardar silencio. En mi mente exploraba la otra posibilidad, un acto ruidoso. Restregarle con llaneza la obviedad o regresarle la misma pregunta como una fechoría con antifaz. “Son como las tres” -respondí sin el énfasis que me hubiera gustado dar. Su mano hurgó su bolsillo. Sacó el reloj. Puso sus ojos en la pantalla con números que brillaban en la oscuridad. Levanté mi pié para ponerlo en el primer escalón. Muchos son los puentes con defectos. Éste puente parecía un delgadísimo riachuelo que desciende de una pendiente porque su barandal iniciaba desde muy abajo, las escaleras eran apenas para una sola persona. Era un puente como hecho para que un niño de cinco años pudiera prenderse del barandal con el fin de poder subir (idea que sugiere que el puente no era defectuoso sino virtuoso por la consideración a los niños pequeños que cruzan puentes en Tlalpan). En ese justo momento en que hinqué mi pie en el primer peldaño del puente, el flamante dueño de un reloj viejo se frenó donde el barandal comenzaba. Pareció que un camión a ochenta kilómetros por hora lo envestía, quiero decir, por completo, como si todo su cuerpo hubiera sido aplastado. Se pegó en un solo lugar... en los huevos.